jueves, marzo 22, 2007

Edificios en el alma

Si viajo lejos, al lugar donde no hay más ruido, donde la noche es tan amable que uno no quisiera que se termine y el día es templado y claro y siempre tiene ganas de unos mates. Dejo que mi espíritu-si acaso sigue ahí- se valla lejos, que me abandone, que no me necesite. Cruzo una calle y no me agarro de la mano de nadie, entonces debe ser que a nadie necesito ¿Algún día uno se deja de sentir vulnerable de verdad? Alejarse del nacimiento es acercarse a la muerte y mientras tanto vivir para pasar el tiempo.
Salas de espera repletas de revistas viejas y húmedas, manoseadas, arrugadas; y los ecos insistentes haciéndole frente a la sordera y al piano que desafina el Do en la primera octava. Derribadas las puertas de madera talladas que invitaban a un pasillo largo y frío hasta otra puerta un poco más humilde pero digna de abrirse y cerrarse sin miedo a oxido en sus herrajes y bisagras. Una dulce alfombra orgullosa de su labor de limpiarte los pies. Y los malvones, los gatos, los discos y las fotos en sepia de años perdidos en esperanzas y señores con bigote mostacho, cara recia de inmigrante aliviado del hambre. Y colgar el sombrero que oculta la calva brillante de gomina puesta ahí por piedad mas que por necesidad-no hay nada mas deprimente que un objeto obsoleto-
Por eso cuando vuelve mi espíritu y mira las moles de cemento erguidas hasta el cielo irrespetuosas, entiendo que todos somos lo mismo en nuestro ciclo, y una vez que lo cumplimos y dejamos el terreno libre para que lo demuelan, nada se puede hacer.

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